El corazón del roble (Parte III)

De pronto, se hizo el silencio; sonoro, sobrecogedor; tranquilo y excitante a un tiempo.
La madre de las hadas cesó en su aleteo y acomodó sus pies descalzos sobre la cálida, familiar y añorada corteza del anciano árbol. Respiró profundamente cinco veces y contó hasta quince intentando calmarse.
Como por arte de magia sus alas se fueron desplegando lentamente, poco a poco, y, a medida que se iban abriendo, ella se  volvía más y más grande, al tiempo que nacía una canción desde lo más profundo de su garganta. Una melodía dulce, con aroma a cacao y a menta silvestre, que se mezclaba como perfecto ingrediente, con el aire de la mañana.
Todos los animales enmudecieron. El río dejó de canturrear entre las piedras; el aire se detuvo, y la tierra no emitió ni un suspiro. Hasta los girasoles dejaron de buscar el sol. El mundo entero quedó hipnotizado ante tanta belleza.
Era una música más allá el tiempo, de la memoria y de las agujas de los relojes; de los días o los meses; de los calendarios. Era una canción que sabía a eternidad; vieja e infantil como el llanto que tras una palmada anuncia el primer aliento de vida de un recién nacido.
La hermosa hada flotó unos instantes más, acunada por los rayos de sol que traspasaban la frondosa arboleda y, lentamente, comenzó a desplazarse al ritmo marcado por la música, como si bailara; un baile aprendido hace mucho, mucho tiempo.
Primero danzó despacio de la mano de las notas, jugando con los acordes; apareciendo y escondiéndose entre las líneas del invisible pentagrama. Luego, rápido, volando sin control, como una hechicera pronunciando un encantamiento; invocando la lluvia, las estrellas, el cielo; llamando a la risa, a las lágrimas; al amor y a las palabras que hay sobre la tierra....
Sus piruetas se reflejaban en los cientos de pequeñas pupilas que se habían quedado adheridas a su sombra, persiguiendo cada paso que daba; brillantes, curiosas, asustadas también. Hechizadas.

De paseo sobre una mariposa, Félix Lorioux, 1912, Francia.

 
El sol brilló con más fuerza, y el arco iris que no quería perderse nada, hizo su aparición en el cielo despejado, como una ola del mar coloreada de mil colores. El río se detuvo, convirtiéndose en una alfombra plateada que los animalillos del otro lado del cauce aprovecharon para cruzar. Las flores abrieron sus pétalos coloreando praderas y valles de primavera. Los árboles se vistieron de frutas veraniegas perfumando el aire con su aroma apetitoso y dulce y, la luna se convirtió en un inmenso espejo, capaz de reflejar el maravilloso espectáculo para que todos los que fueran capaces de intuirla en el cielo mañanero, pudieran verlo.
 
Y así, serpenteando entre el algodón del cielo, planeó, bajando poco a poco hasta rozar nuevamente las copas de los árboles. Se detuvo, fatigada y divertida, con las mejillas adornadas de un rubor de purpurina y la barriga repleta de juguetonas mariposas como las que alborotaban sus cabellos, enredándolos con las imágenes del pasado que el hada guardaba celosamente, como el mayor de los tesoros, en el frasquito de su corazón, donde escondía también la esencia de la felicidad perdida.
Sus labios dibujaron una sonrisa, distraídos con sus recuerdos mientras volvía a posarse sobre la arrugada rama. Suspiró y recogió las alas, mientras sus pupilas se perdían en el horizonte.
Sostuvo así su mirada durante un tiempo, que a la mayoría de los allí presentes les pareció eterno hasta que, de pronto, como un espectro, etéreo y misterioso, todos fueron rodeados por una neblina del color de las uvas negras y del atardecer, que flotó difusa durante unos momentos.
 
La madre de las hadas se acercó a la bruma y, casi envuelta en ella por completo, la tocó livianamente con las yemas de los dedos y sin apenas mover los labios, susurró:
Por fin has llegado, Violeta. Te esperábamos desde hace mucho tiempo.
En aquel momento, ninguno de los presentes recuerda cómo ni en qué exacto instante , se presentó ante ellos, nacida de la niebla, una criatura maravillosa.
Era una niña, de piel blanca como las nubes del verano y enormes ojos, oscuros y brillantes como pozos de agua fresca. Sus negros cabellos caían sobre su mirada, resguardando su alma en las profundidades de sus pupilas.
Vestía un traje de gotas de lluvia y hiedra silvestre, ceñido a la cintura por un cinturón de lirios frescos. Sus alas eran azules; se confundían en la oscuridad con el cielo y con las sombras. Cuando se movía, las puntas de los dedos de sus pies sembraban en el aire un rastro de rayos de luna.
 
La madre de las hadas rompió el silencio, repleto de cientos de gritos de asombro contenidos.
Ven conmigo, dijo tomándola de la mano. Realizando tres delicados aleteos se detuvieron ante  El Mayor.
La madre de las hadas posó su mano sobre el corazón tallado en el tronco del árbol que en ese instante quedó oculto bajo una luz deslumbrante. Con la luz, empezaron a surgir de las ramas del árbol, viejas canciones en idiomas desconocidos para casi todos; unos inventados por la fantasía de los hombres cuando todavía son niños; otros cultivados en lo más profundo de los mares por las sirenas, bajo las perlas que crecen en el interior de las ostras.
El tiempo se confundió. No sabía si avanzaba o retrocedía.
Las melodías hablaban de épocas pasadas; del mundo antes de ser mundo; de la vida, y del corazón.
Con cada nota se iba tejiendo un fino tapiz de palabras que contaban una historia lejana y antigua sobre dos reyes de enormes poderes mágicos, llegados a aquellos parajes hace más tiempo del que se pueda siquiera imaginar. Venían de muy lejos buscando un lugar tranquilo donde poder criar al hijo que esperaban y estaba a punto de nacer.
Después de mucho camino, cuando sus ojos se posaron por vez primera sobre el bosque, supieron que ese sería su hogar; un hogar feliz donde vivir con sus hijos, y con los hijos de sus hijos, y construir su reino.
Con el nacimiento de su primogénito llegaron años de prosperidad y alegría. Comenzaron a llegar al bosque gentes de todas partes atraídas por la belleza y encanto del reino, que pronto se fue haciendo más y más grane.
Pero la prosperidad trajo de la mano la desgracia.
Los reyes pronto se sintieron repletos de poder. Sólo se preocupaban e sus riquezas, descuidando el bosque, los animales, el río; todo...
Y olvidaron dar las gracias por el azul el cielo; por el oro que traía el sol; por el canto de los pájaros y el frescor del agua. Comenzaron a comportarse como si todos les perteneciese; como si el cielo y la tierra fueran otras más de sus riquezas. Sintieron codicia y quisieron poseerlo y dominarlo todo, olvidando que al fin, no eran tan poderosos...


 

Comentarios

  1. Un regalo tan hermoso cómo lo es la naturaleza, cae en manos inapropiadas, el olvido, ahí parece estar el meollo. Muy bonitas descripciones Eva.

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    1. Gracias!Sí,por ahí van los tiros. Está a punto de terminar todo,o de empezar,según se mire.Sólo unas pocas líneas más... . Muchas gracias por leerme!, un abrazo

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  2. Ayyyyy es que las personas somos incorregibles, enseguida se nos olvida dar las gracias ala naturaleza y cuidar lo que tenemos.
    Me encanta el río que se convierte en alfombra plateada, y la descripción de la luna y su rubor de purpurina me ha parecido preciosa. Un besito.

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  3. Gracias por leerme,y por tus palabras! Es verdad,tratamos a la naturaleza como nuestra propiedad,en vez de un privilegio que se nos permite disfrutar... Un besito

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  4. Ayyysss... el maldito poder, siempre cegando!
    Al igual que las anteriores, una maravilla!!
    Un besote.

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  5. Gracias!!, sí, el poder saca lo peor de los humanos. Menos mal que en este caso llegará la Madre Naturaleza para poner orden;ojalá siempre pudiera solucionarse, como en los cuentos. Ya sólo quedan unas cuantas líneas. Gracias otra vez por leerme. Besos. Feliz finde!

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