Ella, mi cicatriz. Parte II: El libro de mi piel

La piel, dice la biología, es el órgano más grande de nuestro cuerpo.
La piel es nuestra vestimenta o nuestra desnudez.
La piel es una guardiana de historias, las nuestras; las de cada uno.
La piel es una contadora de cuentos. Va susurrando palabras al oído de las caricias y los besos; a las miradas que la recorren.
Marcas y manchas. Asperezas, pecas, cicatrices, arañazos... Se puede seguir en la piel el rastro que deja la vida; una vida.
Las huellas marcadas como en un mapa de tiempo y tiempos, que nos lleva hasta un recuerdo; que nos guía por el pasado y el presente de nosotros mismos.
Podemos contar las arrugas que enmarcan los ojos o que guardan los labios, como se cuentan los anillos en los troncos de los árboles.
Podemos regresar sobre nuestros pasos por caminos que no hemos vuelto a transitar. Podemos alejarnos, intentarlo, de las heridas que todavía duelen; para luego volver sin remedio, porque es imposible escondernos de nosotros mismos y de ella, de nuestra piel.

En el empeine de mi pie derecho guardo una tarde de sol y playa, y vacaciones escolares. La sensación del agua fría rodeando mi cuerpo, y una familia de surcos abiertos por una orilla rocosa. Recuerdo que tuve que ir a la caseta de los socorristas. Uno de ellos me preguntó cómo me llamaba para cubrir mis datos; Eva, le dije. Yo Adán, respondió (hasta me enseñó el D.N.I). Mis amigas y yo nos estuvimos riendo toda la tarde, y todo el verano.

Un bultito oscuro en el brazo izquierdo me lleva de vuelta a los dieciséis y a las fiestas de mi barrio. Subida en una de esas atracciones que tanto miedo me daban (un miedo que tanto me costaba confesar), en una de las bajadas a toda velocidad me di un golpe en el brazo, y ahí se quedaron para siempre; el golpe, y el recuerdo.

Muy cerca del tobillo izquierdo me espera una marca rugosa con forma de riñón, para trasladarme a nuestra primera mudanza y a una de las peores caídas que sufrí en mi vida. Suena dramático, pero más bien fue tragicómico. Ahora intento recordar por donde piso.

Cuando era pequeña jugaba a construir triángulos con los lunares de mi brazo derecho.

Y, las pecas, casi imperceptibles en invierno, comienzan a dejarse ver en primavera para anunciarme que los días se alargan y el aire se vuelve más cálido.

Todos los días una mirada al espejo me confirma que el tiempo sigue pasando; que las preocupaciones asfaltan carreteras en mi frente, y las sonrisas abren caminos de ida y vuelta a mi mirada.

Todos los días; todos los días desde hace dos meses, esa mirada al espejo se detiene en la cintura. Allí se queda suspendida, en pause, congelada; amedrentada y desconfiada porque sabe, porque sé que si sigo bajando, que si sigue, se encontrará con una cicatriz nueva, que todavía palpita; de las que miran directamente; de las que obligan a mirarse directamente a uno mismo. Y yo, yo no he sido capaz de mirarla a ella más que un puñado de veces.
Todavía es una extraña; aún no nos conocemos bien. Todavía no la reconozco en mi propio cuerpo, en el libro de mi piel. Todavía me cuesta hablar de ella; aunque de ellos, Alejandro y Daniel, que la utilizaron como puerta al mundo, podría estar hablando durante horas. Todavía me cuesta hablar porque ella me roba las palabras. Ella me devuelve al quirófano; a las luces demasiado intensas; al miedo. Al miedo al miedo, y al miedo a sentirse débil. Al miedo a las palabras susurradas que alertan de que algo va mal. Al miedo a las tijeras que no funcionan y a los bebés que se quedan retenidos sin poder salir; a los pares de manos estrujando mi barriga como un tubo de pasta de dientes; a los cortes que tienen que sanar.
Todavía me cuesta hablar de ella porque ella tiene una identidad que arrasa; que se ha comido parte de mi cuerpo y de mi cerebro; hasta mi corazón.
Están ellos; ellos y su olor a bebé, y sus sonidos de azúcar.
Está ella; ella, rugosa y escondida entre los pliegues de una barriga deformada y desconocida. Los dos lados de un espejo; del mío; y yo reflejada en ambos.
Es la primera vez que la desobedezco y que la cuento. Quizás porque las palabras escritas son más suaves; miel en la garganta. Las palabras habladas se cuelan por los poros de esta piel tan traicionera y tan fiel; tan mala y tan buena. Se cuelan hasta clavarse de nuevo en mis entrañas.
Es la primera vez que la desobedezco y alzo la voz cosida a mis letras, como su sombra a Peter Pan.
Quiero que el nudo de mi garganta al mirarla sirva sólo para amarrar fuerte mi felicidad; mis felicidades, no para escurrir lágrimas.
Ahora, en el libro de mi piel sin borrones. Sin borrar nada.

Comentarios

  1. Precioso como describes parte de tu vida grabada en tu piel. Me has hecho pensar y yo tengo cicatrices desde el minuto uno de mi nacimiento hasta ahora. Es bonito ahondar en esos recuerdo. Un abrazo

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  2. A mí me cuesta encontrar palabras ante tan hermoso texto donde se cruzan el dolor y la felicidad...
    Besitos muchos y un abrazo enorme, corazón

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  3. Hola!!!!
    Ayyyy qué bien lo cuentas, casi he podido sentir ese miedo en el quirófano, ese terror al oír que algo va mal...muy duro.
    Un besito y qué bien tenerte de vuelta.

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